jueves, 27 de diciembre de 2012


Los muertos no lloran por París







A mi amigo César Andrade, dedico
Tu e-mail, me ha dado muchas ganas de llorar, me has enviado con tus palabras a mis registros de mi pasado, a mis recuerdos, a toda esa memoria que está enrollada como si fueran pergaminos del Mar Muerto. Están allí, y de repente un viejo amigo los saca y los lee, ya que los verdaderos amigos conocen esas letras o pueden leer en esos recuerdos y descifrar lo que guardan esas escrituras con signos desconocidos, y de repente, son los Champollión de nuestra “Piedra de Rosetta” para descifrar caracteres, jeroglíficos y comprender su contenido. Todo lo que me digan de la Rue Mazarine,  Rue le Buci o el Passaje Dauphine, me llega como un mensaje de lo ya vivido. Ese Hotel Du Sud, donde los papeles de las paredes colgaban como si fueran finas telas de cortinas.  Lugar donde el escritor Paul Auster, también vivió, él narra en uno de sus  libros lo destartalado de ese mísero hotel, y creo que yo viví en esa misma época, cuantas veces, lo encontraría o bien pisé los mismos peldaños que él un día había pisado, esos escalones que nos conducían a húmedas  y oscuras habitaciones. Hotel donde vivieron muchos poetas, escritores y pintores venezolanos.
            Madame Brigitte, nos tenía prohibido cocinar en las habitaciones, pero, nosotros cocinábamos y guardábamos la cocinita de gas en el viejo escaparate, lugar donde se guardaban los víveres y nuestra ropa. Los tomates y otras verduras los dejábamos afuera en la ventana donde el frío hacía la función de nevera. Recuerdo, por allá, a comienzo de primavera (1968) guardé unas caraotas en un frasco le agregue agua y lo tapé, y  a media madrugada, explotó. Al día siguiente, madame Brigitte averiguando,  qué ruido había sido ese, en la madrugada.
            La alegría de ver caer los copos de nieve a través de la ventana, es una imagen idílica de un París que yo soñé conocer. Salir a caminar y pisar la nieve y dejar las huellas de los zapatos, ha quedado guardado para siempre; caminar unos  quinientos metros para ir a ver la Gioconda, andar un kilometro por el Jardín de Tuilleries para disfrutar los Claude Monet, Paul Cezanne y a todos los impresionistas, era entrar a un mundo de imágenes de colores y de formas que perduran en mi pensamiento. Ver y estudiar. Admirar a “Los nenúfares” en una sala silenciosa y entrar en ese mundo de variadas armonías. Cuando me hablan de París, es el amor,  haber sentido el amor y no ser el amor, ilusiones imaginarias de un venezolano en Paris. Y, más tarde, el amor, mis hijas Clara y Barbara; ahora, Amandine y Joaquín, mis nietos; es por eso que cuando me hablan de París, o escucho a Edith Piaf o  Ives Montand o cuando me hablan  de Montmartre, siento algo tan fuerte y siento ganas de llorar.
El Pont des Arts, también, llamado Pont Jean Paul Sarte, porque allí le tomó una imagen el fotógrafo francés Henri Cartier- Bresson. Hoy, puente donde se sellan juramentos de amor, los candados de diferentes formas y colores, archivando la historia de un beso, de un proyecto de vida, están allí, oxidados como testigo de un gran amor, testimonio de palabras y de manifestaciones de ternura, de compromisos de un momento, mientras al lado un acordeonista toca melodías francesas. Me has llevado a tiempos pasados, a ese restaurante, donde yo era conocido por pedir el mismo plato cada día.
            Caminar por esas calles con adoquines, era revivir épocas pasadas, sentir a París. Sentarme y tomarme un café donde se sentó Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Caminar por Montparnasse y entrar a la Coupole o La Rotonde, era sentirme en la época de Ernest Hemingway, de la época de la “Generación perdida”, o generación de los 20, donde con  papel y  lápiz, muchos escritores narraban sus vivencias, para convertirlas en novelas; oír ecos lejanos de las conversaciones de Picasso con su banda de amigos. Es querer  dibujar a la modelo Alicia  Puin, más conocida como Kiki de Montparnasse y enamorarme de ella.  Me enamoré de París  de sus leyendas, de sus artes, de sus gentes, quesos y vinos, y sigo fiel a París. Cómo no tener ganas de llorar, cuando tú con tu email me haces acariciar y entrar de llenos en todos esos recuerdos matizados y patinados con el tiempo y refrescado por tus palabras.
            La coincidencia de ese restaurante llamado la Petite Source (Fuentecita) en el barrio latino y el cafetín La Fuentecita, en Barquisimeto, nos envía a dos espacios y a dos tiempos diferentes… La Petite Source es el descubrir las vivencias de un París del arte, del romance, en el descubrir el amor con una chica parisina, es el vino y sus variados sabores; cuando nos regresamos a La Fuentecita, en Barquisimeto, es el soñar con ir a París, conocer a los artistas, es el sueño de ver los originales de Picasso.  Era soñar con Saint Germain-de- Prés. Recuerdos de leyendas. Vivimos la Fuentecita como adolecentes en un Barquisimeto de la década de los 60 y sentimos todos esos años vividos en esa bella ciudad,  llamada Ciudad Luz, por ser la primera ciudad alumbrada con faroles a gas, que con ojos de nuevos integrantes de esa gran urbe nos entregamos a vivirla, a poseerla y  a conocerla.
            Tu e-mail, me ha llevado a revivir un poco mi pasado. A sentir y a reflexionar, que escribimos grandes páginas de esos libros, las cuales, son documentos vivenciales de nuestra vida. Bueno, poeta, César Andrade, gran amigo, artista que todavía recorres “mis calles parisinas”, que se toma un café, en “mi Café La Palette”… esas ganas de llorar, son prueba de que estamos vivos;  porque los muertos no lloran por París...y un paseo imaginario por el Canal Saint Martin me hace decir que  estoy vivo…


Esteban Castillo