Los muertos no lloran por París
A mi amigo César Andrade, dedico
Tu
e-mail, me ha dado muchas ganas de llorar, me has enviado con tus palabras a mis
registros de mi pasado, a mis recuerdos, a toda esa memoria que está enrollada
como si fueran pergaminos del Mar Muerto. Están allí, y de repente un viejo
amigo los saca y los lee, ya que los verdaderos amigos conocen esas letras o
pueden leer en esos recuerdos y descifrar lo que guardan esas escrituras con
signos desconocidos, y de repente, son los Champollión de nuestra “Piedra de Rosetta”
para descifrar caracteres, jeroglíficos y comprender su contenido. Todo
lo que me digan de la Rue Mazarine, Rue
le Buci o el Passaje Dauphine, me llega como un mensaje de lo ya vivido. Ese
Hotel Du Sud, donde los papeles de las paredes colgaban como si fueran finas
telas de cortinas. Lugar donde el
escritor Paul Auster, también vivió, él narra en uno de sus libros lo destartalado de ese mísero
hotel, y creo que yo viví en esa misma época, cuantas veces, lo encontraría o
bien pisé los mismos peldaños que él un día había pisado, esos escalones que
nos conducían a húmedas y oscuras
habitaciones. Hotel donde vivieron muchos poetas, escritores y pintores
venezolanos.
Madame Brigitte, nos tenía prohibido
cocinar en las habitaciones, pero, nosotros cocinábamos y guardábamos la
cocinita de gas en el viejo escaparate, lugar donde se guardaban los víveres y
nuestra ropa. Los tomates y otras verduras los dejábamos afuera en la ventana
donde el frío hacía la función de nevera. Recuerdo, por allá, a comienzo de
primavera (1968) guardé unas caraotas en un frasco le agregue agua y lo tapé, y
a media madrugada, explotó. Al día
siguiente, madame Brigitte averiguando,
qué ruido había sido ese, en la madrugada.
La alegría de ver caer los copos de
nieve a través de la ventana, es una imagen idílica de un París que yo soñé
conocer. Salir a caminar y pisar la nieve y dejar las huellas de los zapatos,
ha quedado guardado para siempre; caminar unos
quinientos metros para ir a ver la Gioconda, andar un kilometro por el Jardín
de Tuilleries para disfrutar los Claude Monet, Paul Cezanne y a todos los
impresionistas, era entrar a un mundo de imágenes de colores y de formas que
perduran en mi pensamiento. Ver y estudiar. Admirar a “Los nenúfares” en una
sala silenciosa y entrar en ese mundo de variadas armonías. Cuando me hablan de
París, es el amor, haber sentido el amor
y no ser el amor, ilusiones imaginarias de un venezolano en Paris. Y, más tarde,
el amor, mis hijas Clara y Barbara; ahora, Amandine y Joaquín, mis nietos; es
por eso que cuando me hablan de París, o escucho a Edith Piaf o Ives Montand o cuando me hablan de Montmartre, siento algo tan fuerte y
siento ganas de llorar.
El
Pont des Arts, también, llamado Pont Jean Paul Sarte, porque allí le tomó una
imagen el fotógrafo francés Henri Cartier- Bresson. Hoy, puente donde se sellan
juramentos de amor, los candados de diferentes formas y colores, archivando la historia
de un beso, de un proyecto de vida, están allí, oxidados como testigo de un
gran amor, testimonio de palabras y de manifestaciones de ternura, de
compromisos de un momento, mientras al lado un acordeonista toca melodías
francesas. Me has llevado a tiempos pasados, a ese restaurante, donde yo era
conocido por pedir el mismo plato cada día.
Caminar
por esas calles con adoquines, era revivir épocas pasadas, sentir a París.
Sentarme y tomarme un café donde se sentó Jean Paul Sartre y Simone de
Beauvoir. Caminar por Montparnasse y entrar a la Coupole o La Rotonde, era
sentirme en la época de Ernest Hemingway, de la época de la “Generación perdida”,
o generación de los 20, donde con papel
y lápiz, muchos escritores narraban sus vivencias,
para convertirlas en novelas; oír ecos lejanos de las conversaciones de Picasso
con su banda de amigos. Es querer
dibujar a la modelo Alicia Puin,
más conocida como Kiki de Montparnasse y enamorarme de ella. Me enamoré de París de sus leyendas, de sus artes, de sus gentes,
quesos y vinos, y sigo fiel a París. Cómo no tener ganas de llorar, cuando tú
con tu email me haces acariciar y entrar de llenos en todos esos recuerdos
matizados y patinados con el tiempo y refrescado por tus palabras.
La coincidencia de ese restaurante
llamado la Petite Source (Fuentecita) en el barrio latino y el cafetín La
Fuentecita, en Barquisimeto, nos envía a dos espacios y a dos tiempos diferentes…
La Petite Source es el descubrir las vivencias de un París del arte, del
romance, en el descubrir el amor con una chica parisina, es el vino y sus
variados sabores; cuando nos regresamos a La Fuentecita, en Barquisimeto, es el
soñar con ir a París, conocer a los artistas, es el sueño de ver los originales
de Picasso. Era soñar con Saint
Germain-de- Prés. Recuerdos de leyendas. Vivimos la Fuentecita como adolecentes
en un Barquisimeto de la década de los 60 y sentimos todos esos años vividos en
esa bella ciudad, llamada Ciudad Luz,
por ser la primera ciudad alumbrada con faroles a gas, que con ojos de nuevos
integrantes de esa gran urbe nos entregamos a vivirla, a poseerla y a conocerla.
Tu e-mail, me ha llevado a revivir
un poco mi pasado. A sentir y a reflexionar, que escribimos grandes páginas de
esos libros, las cuales, son documentos vivenciales de nuestra vida. Bueno,
poeta, César Andrade, gran amigo, artista que todavía recorres “mis calles
parisinas”, que se toma un café, en “mi Café La Palette”… esas ganas de llorar,
son prueba de que estamos vivos; porque los muertos no lloran por París...y un paseo
imaginario por el Canal Saint Martin me hace decir que estoy vivo…